Revista Viajero Nro. 104 - Abril de 2016



Subí a una altura en La Paz
“Subí a una altura.
Allí me senté.
Encontré una cruz.
Me puse a llorar.”
Poema Chibcha
"Es poesía el silencio.
Es poesía cada alma.
Es poesía la plegaria
de las manos vacías
de la espera lavada.
Es poesía el llanto
de tus ojos verdes
cuando exasperan la manía
de extrañar algo en la soledad.
Es poesía este final
sin rima y sin complejos
de alcanzar la plenitud.”

Elizabeth Francken
Día 241 Pág. 61 de "Los años ámbar"





La paz en el hogar

-Yo quiero una campera nueva-dijo Marina.
-Y yo las zapatillas negras-pidió Carlitos.
-¿Y adónde vamos en las vacaciones de invierno, Pa’? - preguntaron a dúo.
Esa noche, desde sus camas, los chicos oyeron a sus padres discutir y se durmieron preocupados.
En casa de Marina y Carlitos, como en muchos hogares, la economía trae problemas.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Marina les preguntó a sus padres qué pasaba. Ambos se miraron, indecisos, y finalmente el papá contestó:
-Miren chicos, nuestras pequeñas discusiones son porque no podemos darles todo lo que quisiéramos, este año no tendremos vacaciones y tampoco podremos comprarles esa ropa que ustedes tanto desean. De verdad chicos, estamos haciendo todo lo posible, por eso les pedimos que tengan paciencia, todo lo que hacemos es para y por ustedes.
La mamá suspiró y apoyando una mano sobre el hombro de su esposo dijo:
-Vayan tranquilos a la escuela. Todo se va a arreglar pronto.
Pero en su mirada se notaba una gran preocupación.
A la mañana siguiente, fue Carlitos quien, abrazando a Marina y dirigiendo la mirada a sus padres, dijo:
-Anoche hablamos con Marina y queremos decirles que estamos muy orgullosos de ustedes, que estando los cuatros juntos no precisamos las vacaciones y tampoco esa ropa, sólo queremos seguir estudiando y llegar a ser personas de bien. Sabemos cuánto les cuesta pagar nuestros estudios y se los agradecemos muchísimo. Y no queremos verlos tristes.
Mientras el café se enfriaba en las tazas, las manos de la familia se encontraron y se apretaron muy fuerte. Las lágrimas se mezclaban con las sonrisas. La alegría de los padres al sentirse comprendidos hizo que ya no hubiera más discusiones. Todos entendieron que la PAZ en el hogar, aunque no se puede comprar con dinero, vale más que ninguna otra cosa en el mundo.

Pancho Aquino





Una Inocente Culpable

Parte 1

Por primera vez en dieciocho años, Annabelle Swan tenía motivos para sonreír. Por fin se había liberado de ese odioso sistema de adopciones que la hacía ir de un hogar de acogida a otro para que al final siempre la regresaran como si fuera un simple objeto. Ahora podía vivir bajo sus propias reglas. Y después de tanto tiempo deseándolo, había encontrado el amor en un muchacho unos pocos años mayor que ella, llamado Samuel Cassidy. Él era encantador, amable, compañero: en una palabra, el hombre perfecto.
Samuel y Annabelle tenían el plan de reunir dinero y marcharse juntos a otro lugar donde construir una vida nueva. Un día, el joven extendió un mapa sobre la mesa y le dijo a su novia que cerrara los ojos y posara el dedo en cualquier región, y ese sería su destino. Con una sonrisa, ella lo hizo: Tallahassee, al sur.”Será ideal”, respondió él tomándola de la mano. Annabelle sentía que flotaba en las nubes…
Cuando Samuel regresó de un viaje corto a Boston, pasó la tarde con ella para compensar sus días de ausencia. En un momento, mientras observaban desde su lugar en un viejo banco de madera cómo los niños y las mascotas con sus dueños jugaban a la distancia, le entregó un papel donde figuraba un número de casillero, pidiéndole si por favor podía ir esa noche a la estación de trenes a recuperar unas pertenencias suyas. “Es un bolso gris con manijas negras”, explicó.
“¿Por qué no vas tú o vamos juntos? ¿Y por qué no puede ser ahora?”
“¿Recuerdas a August, mi amigo de la secundaria? Tengo que encontrarme con él esta noche, me dijo que tenía que hablarme de algo importante. Además, si vas tarde, habrá menos gente y podrás moverte más tranquila. Créeme, con parte de lo que hay adentro de ese bolso, tendremos el dinero que nos falta para cumplir nuestro sueño. Tallahassee…”
Al oírlo decir esto, la ilusión nubló las dudas de Annabelle. Más tarde, se despidió de él con un dulce beso y, al caer la noche, fue a la estación. Sigilosa como un ratón, abrió el casillero y, cuando encontró el bolso, lo abrió por curiosidad. Sus ojos se volvieron grandes detrás de sus anteojos negros al ver dentro un montón de relojes, al parecer muy caros.
“¡Alto ahí! ¡Manos arriba!”, gritó un policía desde atrás. La joven dejó caer el bolso abierto, dejando a la vista su contenido. Al ver los relojes, el vigilante le esposó las manos detrás de la espalda y se la llevó. Annabelle no entendía, y a pesar de que intentaba mostrarse tranquila, en su interior su corazón latía más y más rápido a cada minuto. En la comisaría, le informaron el origen de los objetos contenidos en el bolso y que Samuel Cassidy y August Wayne eran buscados por el robo.
La pena y la furia invadieron el corazón de la joven. Al parecer, una buena vida no era su destino; para ella habría siempre sólo sufrimiento y soledad. Pero al responder que no sabía dónde se encontraban los dos hombres, lo cual era cierto, la acusaron de encubrimiento y la sentenciaron a diez meses en prisión.

Parte 2

A los pocos días, Annabelle comenzó a sentirse mal. Primero lo atribuyó al torbellino de sentimientos encontrados que atravesaba y las emociones que la ahogaban, pero luego de un examen médico, descubrió que estaba embarazada. Mientras corrían los días y su vientre se iba ensanchando, lo único que hacía era llorar: no tenía absolutamente nada ni a nadie allá afuera, y el sujeto que debió cuidarla la engañó para que pagara por sus crímenes; ¿qué clase de vida podría darle a su hijo? Entonces, pensó en dar al bebé en adopción apenas naciera para darle una mejor oportunidad, pero luego lo sentía dentro suyo y la sola idea de que se lo quitaran la entristecía muchísimo.
Una noche en la que no podía dormir, recordó a cada persona que había conocido en su camino, mas no había ninguna a la que pudiera volver a encontrar, y mucho menos desde una celda. Hasta que en su memoria apareció un muchacho de ojos profundamente azules, cabello castaño y una melodiosa voz con la que siempre encantaba a todos en los actos escolares: Brennan Jones, descendiente de irlandeses que había crecido con ella y, tras el fallecimiento de su único hermano, había vuelto a su país para averiguar si allí vivía alguien más de su familia. Se habían enviado cartas a menudo, por lo que Annabelle recordaba la dirección a la perfección.  A la mañana siguiente, pidió la autorización para escribirle. Tal vez él podría aconsejarla: ya lo había hecho antes, aunque en ese momento los problemas eran mucho más pequeños.
Al leer lo que su amiga había escrito en un papel húmedo de sus lágrimas, Brennan tomó una pluma y le respondió: “Annabelle, bajo ningún punto de vista pienses en entregar al bebé. Si lo conservas, será el inicio del fin de la soledad que te ha hecho sufrir toda tu vida. Sé que tienes dudas, pero yo te ayudaré. El día que salgas, estaré ahí esperándote. Confía en mí”. Enseguida tomó lo indispensable, lo metió desordenadamente en una maleta y corrió hacia el aeropuerto de Dublín.
Pasaron los meses y Annabelle dio a luz un varón, al que llamó Henry. Al instante en que lo tomó en sus brazos, una gran alegría le llenó el corazón, y lágrimas emocionadas empañaron sus ojos verdes. Unos días después, la liberaron, y tal como había prometido en su carta, Brennan estaba allí. Se fundieron en un abrazo sin poder contener el llanto, y apenas lo vio, el bebé comenzó a reír, contagiándolos a los dos. Brennan llevó a Annabelle a su departamento y le aseguró: “Puedes quedarte aquí el tiempo que necesites, no importa si son dos meses o toda la vida. Pase lo que pase, estaré a tu lado”.

Parte 3

Pasó un año. Henry crecía contento; Annabelle trabajaba como mesera en la cafetería principal de la ciudad, donde Brennan cantaba algunas noches al volver de su empleo en el muelle. En la casa, funcionaban como uno solo, se entendían con solo mirarse.
Una noche, después de la cena y de que Annabelle llevara a su hijo a dormir, Brennan reunió valor y le confesó que la había amado desde que estaban en la secundaria, y que había vuelto a Irlanda para no interferir en su relación con Samuel. Ella tampoco pudo negar lo que sentía por él; por alguna razón, él había estado ahí siempre y la vida los había vuelto a reunir en el momento más difícil: él y Henry eran su futuro y su destino.
Al poco tiempo, los jóvenes se casaron en la iglesia de San Patricio, el Santo Patrono de los irlandeses, y recibieron la bendición tradicional celta. Brennan dio su apellido a Henry, y Annabelle pudo formar lo que siempre había soñado: Una familia unida y felíz.

María Victoria Perez